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a.t.p. TOCQUEVILLE Y LA DEMOCRACIA EN AMERICA (1)


Nota: en esta entrada será el autor estudiado el que hable. Por los codos.


«Es nuestra forma de utilizar las palabras “democracia” y “gobierno democrático” la que produce mayor confusión. A menos que se definan claramente éstas, y se llegue a un acuerdo sobre las definiciones, la gente vivirá en una inextricable confusión de ideas para beneficio de demagogos y déspotas».

Esto dice Alexis de Tocqueville. Empecemos entonces por averiguar qué es lo que él entiende por democracia, y reconozcamos que en su obra no hay una definición precisa. Curiosamente, sí la encontramos garrapateada en una nota de viaje [1]:

«Explicar en alguna parte lo que entiendo por siglos de democracia/igualdad. No es ese tiempo quimérico en que todos los hombres son perfectamente parecidos e iguales sino (…) cuando no haya clasificaciones permanentes de casta ni clase, ni barreras infranqueables o siquiera difíciles de franquear; de suerte que, aunque todos los hombres no sean iguales, puedan todos aspirar al mismo punto (…) Esto difunde el sentimiento de igualdad aún en medio de condiciones desiguales».

De forma expresa en este borrador –e implícita en sus obras- Tocqueville entiende inicialmente la democracia meramente como un sinónimo de igualdad; la igualdad de oportunidades que se obtiene cuando se eliminan los privilegios –por ejemplo, ante la ley- y las barreras construidas por la sangre, la clase o la casta. Define así la democracia por oposición a la aristocracia, el sistema basado en la jerarquía y en privilegios legitimados por la tradición. No quiere decir esto que Tocqueville considere la democracia un sistema perfecto, como veremos.

¿Fue la Revolución quien trajo la democracia? No exactamente. Tocqueville no cree que la revolución francesa fuera un acontecimiento singular, opuesto a la corriente de los tiempos, sino un episodio particularmente abrupto de un proceso que venía desde lejos: la “revolución democrática”:

«Leyendo las páginas de nuestra historia, en los últimos setecientos años difícilmente encontraremos grandes acontecimientos que no hayan promovido la causa de igualdad. Las Cruzadas y las guerras inglesas diezmaron la nobleza y fragmentaron sus tierras; la creación de corporaciones municipales introdujo la libertad democrática en la monarquía feudal; la invención de armas de fuego redujo al siervo y al noble al mismo nivel en el campo de batalla; la prensa impresa ofreció los mismos recursos a las mentes de todos; el servicio postal depositó el conocimiento en el umbral de la cabaña del pobre como en la puerta del palacio».

Esta tendencia hacia la igualdad ha sido lenta pero inexorable:

«Todos los hombres la han ayudado con su esfuerzo, tanto aquellos que pretendieron colaborar para su advenimiento como los que nunca soñaron con ayudarla; tanto aquellos que lucharon en su nombre como sus enemigos declarados han sido conducidos, quisiéranlo o no, por el mismo camino y todos se han unido en una causa común, algunos a pesar de ellos, otros sin advertirlo, como ciegos instrumentos en las manos de Dios».


Así pues Tocqueville distingue la “revolución democrática”, el imparable avance de la igualdad a lo largo de los siglos, de la revolución francesa, un súbito acelerón, un acontecimiento violento en el que las estructuras antiguas se derrumbaron sin que nada definitivo viniera a sustituirlas. La revolución fue un suceso destructivo que se debería haber amortiguado pero ¿puede creer alguien que el movimiento de la igualdad/democracia se puede detener?

«¿Sería sensato pensar que un cambio social que se remonta tan atrás en el tiempo pudiera ser detenido por los esfuerzos de una única generación? ¿Podría creerse que la democracia, que ha destruido el feudalismo y derrotado a reyes pudiera retroceder ante la riqueza de las clases medias? ¿Se detendrá ahora que se ha vuelto tan poderosa y sus adversarios tan débiles? Entonces ¿hacia dónde vamos?».

Digamos ya que Tocqueville no idolatra la “revolución democrática”…

«Todo este libro que está ahora ante los ojos del lector (Democracia en América) ha sido escrito bajo la presión de una especie de terror religioso, provocado en el alma de su autor por la visión de esta irresistible revolución que ha progresado a lo largo de tantos siglos sobrepasando todos los obstáculos, y que ahora mismo continúa avanzando entre las ruinas que ha causado».

…sino que pretende domesticarla. Prevenir sus peligros –que más adelante veremos- y hacerla compatible con la libertad, que es el valor que verdaderamente le interesa.

«El primer deber de los actuales dirigentes de nuestra sociedad es educar la democracia, reavivar, si es posible, sus creencias, purificar su moralidad, controlar sus acciones, gradualmente sustituir su inexperiencia por el arte de gobernar, y sus instintos ciegos por consciencia de sus verdaderos intereses, adaptar su gobierno a los tiempos y los lugares, y moldearlo de acuerdo con las circunstancias y las gentes. Se necesita una nueva ciencia política para un mundo totalmente nuevo. Pero todo esto raramente lo tenemos en cuenta».

Y para encauzar convenientemente la democracia Tocqueville se dedica a estudiar el país en el que, a diferencia de Francia, parece haberse consolidado sin grandes sobresaltos:

«Hay un país en el mundo donde la gran revolución social de la que hablo parece haber alcanzado gradualmente sus límites naturales; ha tenido lugar sencilla y suavemente, o más bien puede afirmarse que este país en particular está viendo los resultados de la revolución democrática que estamos sufriendo sin haber soportado la revolución en sí misma».

Es así como nace La democracia en América. A partir de un viaje que realiza en 1831 con su amigo Gustave de Beaumont, en principio para estudiar el sistema penitenciario americano, Tocqueville recorre el país durante meses, observando y tomando nota de sus costumbres y sus instituciones. En 1835 publicará el primer volumen de su obra y en 1840 el segundo. Por su parte Beaumont publicará en 1835 Marie o la esclavitud en los Estados Unidos, que quedará completamente oscurecida por el éxito de su amigo.


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Es pertinente en este momento hacerse una pregunta: ¿es Tocqueville un defensor de la democracia o es realmente un aristócrata?

« Se me atribuyen alternativamente prejuicios aristocráticos o democráticos. Yo quizás habría tenido éstos si hubiese nacido en otro siglo o en otro país. Pero el azar de mi nacimiento me hizo muy fácil defenderme de los unos y de los otros. Yo vine al mundo al final de una larga revolución que, después de haber destruido al Estado antiguo, no había creado nada duradero. La aristocracia estaba ya muerta cuando yo comencé a vivir, y la democracia no existía todavía. Mi instinto no podía, pues, arrastrarme ciegamente ni hacia la una ni hacia la otra (…) Formando parte de la antigua aristocracia de mi patria [2], no tenía odio ni envidia naturales contra ella, y estando destruida esa aristocracia no tenía tampoco amor natural por ella (…) Yo estaba bastante cerca de ella para conocerla bien y bastante lejos para juzgarla sin pasión. Otro tanto diré del elemento democrático. Ningún interés me creaba una inclinación natural hacia la democracia, ni había recibido de ella personalmente ninguna injuria. No tenía ningún motivo particular para amarla ni para odiarla, independientemente de los que me proporcionaba mi razón. En una palabra, estaba en tan perfecto equilibrio entre el pasado y el porvenir que no me sentía natural e instintivamente atraído ni hacia uno ni hacia el otro, y no he tenido necesidad de grandes esfuerzos para lanzar tranquilas miradas hacia los dos lados».

Y después de mirar tranquilamente a ambos lados Tocqueville emite su veredicto. Con todos sus defectos, la aristocracia favorecía una mayor grandeza, un mejor gusto, e incluso una mayor inclinación hacia el estudio [3]; sin embargo la democracia propicia una tranquila prosperidad:

«Si os parece útil desviar la actividad intelectual y moral del hombre hacia las necesidades de la vida material y producir el bienestar (…) si vuestro objetivo no es crear virtudes heroicas sino hábitos pacíficos (…) si en lugar de actuar en el seno de una sociedad brillante, os basta con vivir en medio de una sociedad próspera; si, en fin, el objetivo principal de un gobierno no es, según vosotros, el de dar al cuerpo entero de la nación la mayor fuerza o la mayor gloria posible, sino procurar a cada uno de los individuos que la componen el mayor bienestar, y evitarle lo más posible la miseria, entonces igualad las condiciones y constituid el gobierno de la democracia».

En resumen, con una democracia…

«La nación en su conjunto será menos brillante, menos arrogante, menos fuerte quizás, pero la mayoría de los ciudadanos disfrutarán de un mayor grado de prosperidad».


Las sociedades democráticas son menos brillantes, pero más confortables. Parece una definición algo modesta de la democracia, pero resulta reconfortante. Alejarse de las altisonancias habituales que el concepto parece reclamar permite a Tocqueville detectar desapasionadamente sus peligros, mucho antes que la mayoría de sus contemporáneos. Tocqueville, que es uno de los primeros autores en escapar de la falacia de la agregación [4], sabe que la igualdad y la libertad –e insistamos en que es ésta última la que realmente le preocupa- no caminan necesariamente unidas ni son fácilmente compatibles:

«Pero también se encuentra en el corazón humano un gusto depravado por la igualdad, que lleva al débil a querer bajar al fuerte a su nivel, y que reduce a los hombres a preferir la igualdad en la esclavitud a la desigualdad en libertad».

Y por eso en La democracia en América advierte de las principales amenazas hacia la libertad en un régimen democrático: 1) la burocracia nacida de la centralización del poder, 2) el “individualismo”, en el sentido de aislamiento de los individuos, y sobre todo 3) la “tiranía de la mayoría”.

1) Aunque, según Tocqueville, la centralización del poder ya comenzó en el Antiguo Régimen, con la democracia se consolida su carácter abstracto y burocrático, y comienza a penetrar en todos los rincones de la sociedad:

«Los ciudadanos están sujetos a la vigilancia de la administración pública, y son arrastrados insensiblemente y como sin saberlo a sacrificarle todos los días alguna nueva parte de su independencia individual; los mismos hombres, que de cuando en cuando derriban un trono y pisotean la autoridad de los reyes, se someten sin resistencia cada vez más a los menores caprichos de cualquier empleado».

El ciudadano, al igual que la rana que se escalda sin resistencia al subir gradualmente la temperatura, acaba desprovisto de su libertad por este poder anónimo y asfixiante. La burocracia genera un sistema de dominación impersonal, desapasionado pero con un potencial infinitamente más opresivo que lo conocido hasta entonces [5]. Este despotismo administrativo…

«no destruye las voluntades, pero las ablanda, las somete y las dirige; obliga raras veces a obrar, pero se opone incesantemente a que se obre; no destruye, pero impide crear; no tiraniza, pero oprime; mortifica, embrutece, extingue, debilita y reduce, en fin, a cada nación a un rebaño de animales tímidos e industriosos, cuyo pastor es el gobernante».


2) Si bien la democracia contribuye a poner el foco en las personas –la aristocracia, parece reconocer Tocqueville, lo hace más bien en el país –, y con ello a desarrollar los derechos humanos por encima de los intereses tribales o comunales, lo cierto es que el individualismo resultante tiene un reverso tenebroso: la ruptura de la cohesión social.

«A medida que las condiciones se igualan, se encuentra un mayor número de individuos que, no siendo bastante ricos ni poderosos para ejercer una gran influencia en la suerte de sus semejantes, han adquirido no obstante, o han conservado, bastantes luces y bienes para satisfacerse a ellos mismos. No deben nada a nadie; no esperan, por decirlo así, nada de nadie; se habitúan a considerarse siempre aisladamente y se figuran que su destino está en sus manos. Así, la democracia no solamente hace olvidar a cada hombre a sus abuelos; además, le oculta sus descendientes y lo separa de sus contemporáneos. Lo conduce sin cesar hacia sí mismo y amenaza con encerrarlo en la soledad de su propio corazón».

La ruptura de los lazos religiosos y comunitarios, y de los que unen el pasado con el futuro, priva a los ciudadanos de un relato integrador. El resultado es una sociedad civil atomizada frente a un Estado omnipotente. Además Tocqueville anticipa varios aspectos de lo que más tarde se denominará “sociedad de masas”. Aisladas en su esfera individual, desprovistos de lazos comunitarios, las personas son muy vulnerables y propicias a ser moldeadas, manipuladas y encauzadas. Tocqueville por cierto, que detecta perfectamente los impulsos de pertenencia y mimetismo, se equivoca al pretender darles un significado racional:

«Cuando las condiciones son desiguales y los hombres diferentes, hay algunos individuos muy ilustrados y poderosos por su inteligencia, y una multitud muy ignorante y harto limitada […]. En los siglos de igualdad sucede lo contrario, porque a medida que los ciudadanos se hacen más iguales, disminuye la inclinación de cada uno a creer ciegamente en cierto hombre o en determinada clase. La disposición a creer en la masa se aumenta, y viene a ser la opinión que conduce al mundo. La opinión común no sólo es el único guía que queda a la razón individual en los pueblos democráticos, sino que tiene en ellos una influencia infinitamente mayor que en ninguna otra parte. En los tiempos de igualdad, los hombres no tienen ninguna fe los unos en los otros a causa de su semejanza; pero esta misma semejanza les hace confiar de un modo casi ilimitado en el juicio del público, porque no pueden concebir que, teniendo todos luces iguales, no se encuentre la verdad al lado del mayor número».

Los antídotos que, según Tocqueville, la sociedad americana ha desarrollado frente a estos dos primeros peligros son el vigor de la política municipal –en la que todos los vecinos participan activamente-, la tendencia de los americanos a agruparse en asociaciones de todo tipo, y la pervivencia de la religión. El primero contribuye a debilitar la centralización del poder, y todos ellos a atenuar el individualismo y a proporcionar un sentido de pertenencia cohesionador de la sociedad.

3) Cuando Tocqueville advierte de que si al poder despótico que la revolución ha pretendido eliminar…

«lo sustituyesen los pueblos democráticos por el poder absoluto de una mayoría, el mal no haría sino cambiar de carácter. Los hombres no habrían encontrado los medios de vivir independientes; solamente habrían descubierto, cosa singular, una nueva fisonomía de la esclavitud».

… parece estar refiriéndose al problema detectado por los federalistas norteamericanos y formulado así por Hamilton: «Dad todo el poder a los muchos y oprimirán a los pocos; dad todo el poder a los pocos y oprimirán a los muchos». En una sociedad de 51 lobos y 49 hombres, éstos se convertirán democráticamente en el menú de los primeros. Un triste consuelo que Tocqueville resume: «En cuanto siento que la mano del poder pesa mí sobre poco me importa saber quién me oprime; y por cierto que no me hallo más dispuesto a poner mi cuello bajo el yugo porque me lo presenten un millón de brazos».


El remedio está, sin duda, en no dar todo el poder a los muchos o a los pocos. En dividirlo de manera que cada una de las partes resultantes controle y contrapese a las otras. Y en un escrupuloso respeto a las leyes vigilado por los jueces:

«Si la fuerza de los tribunales ha sido en todos los tiempos la mayor garantía que se puede ofrecer a la independencia individual, esto es particularmente cierto en los siglos democráticos: los derechos y los intereses particulares se hallan siempre en peligro si el poder judicial no crece ni se extiende a medida que las condiciones se igualan. La igualdad sugiere a los hombres muchas inclinaciones peligrosas para la libertad, sobre las cuales el legislador debe velar constantemente».

Pero Tocqueville no se está limitando a un asunto de organización política sino sobre todo a un fenómeno sociológico:

«Antiguamente la tiranía empleaba cadenas y verdugos como sus crudas armas; pero actualmente la civilización ha civilizado el despotismo mismo (…) Los reyes habían, por así decirlo, convertido la violencia en una cuestión física, pero nuestras repúblicas democráticas lo han convertido en algo tan intelectual como la voluntad humana que intentan restringir. Bajo el gobierno absoluto de un solo hombre el despotismo, con el fin de atacar el espíritu, atacaba crudamente el cuerpo permitiendo que aquél escapara libremente de los golpes y ascendiera gloriosamente por encima de todo. Pero en las repúblicas democráticas la tiranía no se comporta así; deja tranquilo el cuerpo y va directamente al espíritu. Ya no dice el amo: “Pensarás como yo o morirás”, dice: “Eres libre de no pensar como yo. Tu vida, propiedades, todo permanecerá intocado pero de ahora en adelante eres un paria entre nosotros (…) Cuando te acerques a tus semejantes te evitarán como a una criatura impura, y aún aquellos que creen en tu inocencia te abandonarán si no quieren ser ellos mismos evitados a su debido tiempo. Ve en paz: te permito vivir, pero es una vida peor que la muerte».

Son la tendencia a la masificación, y a integrarse en las corrientes emocionales generadas por el movimiento del mayor número, las que preparan el camino a la tiranía de la mayoría. El miedo al rechazo del grupo hace nacer este particular despotismo que subyuga la voluntad de los hombres sin ejercer coacción aparente; amenaza sin palabras con la exclusión, y ofrece el calor de la masa a los que aceptan la uniformidad y renuncian al pensamiento independiente. Es el propio movimiento de la masa el que genera los incentivos emocionales para que el individuo se disuelva en ella, pero el gobernante avispado puede añadir recompensas materiales: a fin de cuentas una masa, aunque sea airada,- o especialmente si lo es- es mucho más fácil de manejar que las personas.

Por eso en el imperio de la tiranía de la mayoría la libertad de expresión puede estar vacía de contenido, y el antídoto es una prensa libre:

«Creo que los hombres que viven en las aristocracias pueden, en rigor, pasarse sin la libertad de prensa, pero no los que habitan los países democráticos. Para garantizar la independencia personal de éstos, no confío en las grandes asambleas políticas, en las prerrogativas parlamentarias, ni en que se proclame la soberanía del pueblo. Todas estas cosas se concilian hasta cierto punto con la servidumbre individual; mas esta esclavitud no puede ser completa, si la prensa es libre. La prensa es, por excelencia, el instrumento de la libertad».

(continuará)

Notas:
[1] Citado en el magnífico prólogo de Enrique Serrano Gómez a El Antiguo Régimen y la Revolución. Serrano Gómez es posiblemente el autor, por encima incluso de Aron, que ha dado un enfoque más claro del pensamiento de Tocqueville.
[2] Tocqueville proviene de una familia de aristócratas normandos cuyos ascendientes pelearon en 1066 en Hastings. Sus padres escaparon de la guillotina gracias únicamente a que Robespierre los adelantó en ese camino.
[3] Al estudiar la democracia americana Tocqueville concluye que a los americanos, al dedicar sus primeros esfuerzos al trabajo y la ganancia, les queda poco tiempo para el estudio, y cuando han alcanzado la prosperidad se les ha pasado la edad: «cuando el gusto por el estudio pudo existir, el tiempo era escaso, y cuando disponían de tiempo para dedicarse al estudio el gusto había desaparecido».
[4] «Cuando los revolucionarios franceses construyeron su famoso eslogan libertad, igualdad, fraternidad, estaban en un estado de exaltación utopista que los impedía ver cualquier fallo en él. En sus ojos libertad era algo bueno, igualdad era algo bueno, y fraternidad era algo bueno, así que la combinación era tres veces buena. Esto es como decir que la langosta es buena, el chocolate es bueno y el kétchup es bueno, así que la langosta cocinada en chocolate y kétchup es triplemente buena». Esta es la formulación de la falacia de la agregación que hace Roger Scruton en Utilidad del pesimismo.
[5] Con esto Tocqueville se anticipa en más de un siglo a la tesis defendida por Zygmunt Bauman en Modernidad y holocausto.

Comentarios

Thomson/Thompson ha dicho que…
Interesantísima entrada, como siempre. La releeré.
viejecita ha dicho que…
¡ Qué bárbaro Don Navarth !
Una gozada. No había leído a Tocqueville , ( sí a Jefferson ), y me voy ahora mismo a ver si lo tienen para el Kindle americano, y lo empiezo a leer enseguida. Pero voy a necesitarle a usted para sacar todo el partido a Tocqueville, así que espero con ilusión la continuación. Y espero que lo acabe publicando en forma de libro, como lo de Los Socialistas Utópicos.
Muchas gracias
envite ha dicho que…
Buenísimo, D. Navarth!!
Como siempre, pero más.
Gracias por todo

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